Foto cortesía del compañero de fatigas Jaime Suárez Christiansen
Como bien está lo que bien acaba, sirva esta crónica para ilustrar lo que significó un feliz colofón a algo que empezó requetemal con el abandono en el maratón de Barcelona a primeros de marzo.
Para no cansar al personal con detalles de importancia menor sitúese amigo lector en la mañana de autos directamente: estoy en el campo de fútbol de Ronda. He llegado temprano, con el nervio ciático secretamente pinzado y el miedo en el cuerpo porque eso es lo único que me faltaba. Se confirma que el tendón no me ha dolido en toda la semana (en que me he tocado auténticamente los cojines como corresponde al tapering semiprofesional que el ultrafondo exige). Será por falta de uso. Se confirma también que soy un zoquete con la logística. Visto una finísima camiseta técnica de manga corta y la temperatura es gélida a esas horas. Lo que mal empieza aún puede empeorar: se pone a llover con más de una hora por delante de espera a la intemperie. En fin.
Me llama Jaime, tal como habíamos quedado. Lo conozco desde 2006 y no lo había visto en mi vida (personalmente). Al dar con él (o él conmigo) tengo esa sensación que ya tuve antes con alguno, como si nos conociéramos de siempre. Sabemos bastante el uno del otro, al menos desde el punto de vista deportivo, y la complicidad surge de modo inmediato. También está Boni, con el que he intercambiado en este blog comentarios en diversas ocasiones. Y Ricardo, pero a este lo perdemos de vista pronto porque su idea es volar y la nuestra un paseo tranquilo.
Me apena no haber visto a Sergio y Ana. Imagino que sus logísticas no han coincidido con las nuestras. Espero que sea en la próxima ocasión.
Sin tanto frío ya, tras los vivas reglamentarios y haber soltado a las bicis nos ponemos en marcha con la calma, aunque ya por las calles de Ronda, qué cabeza la mía, se me ocurre empezar a correr tras los Pretorianos de Tomares y mi amiguete Scheilor al que consigo dar alcance y saludar en el fragor de la lucha. Como he empezado puramente a mi ritmo de sensaciones tanto Boni como Jaime se me han adelantado lo suficiente como para perderles de vista, aunque pronto coincido de nuevo con el segundo de ellos, con el que haré muchos kilómetros en carrera. Caminando en las subidas y el llano y trotando suave en las cuestas abajo seguimos Jaime y yo en animada charla, tan solo salpicada por un pequeño chaparrón que no consigue alterarnos el ánimo porque nos pilla con las piernas frescas y la moral alta. Así hasta el kilómetro 19 0 20, donde me despisto buscando una barrita en la riñonera y Jaime se me escapa. Unos 10 kilómetros después, tras haber subido con ganas la cuesta de los cochinos volvemos a coincidir, yendo juntos hasta poco antes de Setenil (kilómetro 59) donde cae la noche, y de nuevo a la salida de ese avituallamiento y hasta poco antes del acuartelamiento de la Legión. Ahí sus problemas con las ampollas y la dureza de la subida aconsejan que nos separemos. Como no quiero condicionar más su ritmo me adelanto y alcanzo el cuartel (kilómetro 77) ya pagando algo el esfuerzo. Caldito caliente, cambio de zapatillas y a salir zumbando. El cuartel es la verdadera trampa de los 101. Llegas de madrugada, muy cansado, con frío y hambre y encuentras todo lo que necesitas (refugio, comida y descanso). Si abusas de ello por un mal entendido "me lo merezco" luego es imposible ponerse nuevamente en marcha. Salir con ánimo del cuartel es prácticamente sinónimo de terminar. Salgo con ánimo.
Tras el cuartel toca subir a la ermita (o las ermitas, que yo vi dos capillas). Tras la bajada, ya en el pueblo paso por el momento crítico de la carrera. Son las 5 de la madrugada y tengo un sueño espantoso, al punto que me sorprendo caminando (varias veces) e incluso trotando (una vez) con los ojos cerrados. La caraja me dura media hora. Me como el chocolate que llevo en el bolsillo del cortavientos desde Setenil y se me pasa. A partir de ahí debo luchar ya solo contra el dolor de pies (alguna ampolla traicionera y los empeines por primera vez en mi vida) y seguir a los de delante, que van como yo de lentos y fastidiados. Seguimos el cauce del río por espacio de varios kilómetros luchando contra los repechos y sobretodo el barro del sendero.
Amanece definitivamente en el avituallamiento del kilómetro 91, y como si se tratase de cargar las baterías solares recupero buena parte de las fuerzas perdidas mejorando desde ese momento mi ritmo de carrera. Los últimos 10 kilómetros son un continuo felicitarnos entre los marchadores, seguros ya de que esa meta es nuestra. En el 98 llega la cuesta del cachondeo, una pared que tiene fama de peleona. Sin embargo, tal como supongo, el aspecto psicológico juega un papel determinante en subirla como un tiro: esas rampas tienen premio. Llego arriba, a 1500 metros de la Alameda del Tajo y decido disfrutar de ese último tramo de paseo con todo merecimiento. Son poco más de las 9 de la mañana. No hay mucha gente por las calles pero la poca que hay aplaude fuerte y nos felicita con efusividad. Un tipo me grita "vamos, 500 metros" y empiezo a correr. Ya no me duele nada. Sigo corriendo hasta dar con la entrada en la Alameda, donde adelanto disculpándome a un grupo completo que se dispone a entrar en el recinto. Aprieto el paso con un correr suave i ágil, absolutamente impropio de alguien como yo. Me da por reír a mandíbula batiente, levantar los brazos y mirar al cielo. Y cruzo esa línea de meta. 101 kilómetros. 101 sensaciones diferentes. Un cansancio delicioso y muchas ganas de repetir.
Salud a todos. Sed muy felices.